domingo, 15 de mayo de 2011

Νηΐδες




































Llevábamos días andando. Había perdido la cuenta, así que yo ya directamente consideraba que íbamos a estar así eternamente. Sean decía que sabía a dónde íbamos y que estaba orientándonos perfectamente, pero sentía que desde que salimos de Ferelden habíamos estado continuamente caminando en círculos.

Rebecca estaba notablemente enferma. Cuando parábamos a comer o a descansar me fijaba en ella y en el mal aspecto que tenía. El Sol brillaba tan intensamente y el ambiente estaba tan cargado, que juro que hasta se hubiese podido freír un huevo sobre nuestras cabezas. De vez en cuando encontrábamos riachuelos en el camino y, aunque nos mojásemos de la cabeza a los pies, seguía sintiéndome completamente seca.
Durante los primeros días estuve quejándome todo el rato de que no tenían ni idea del camino, pero en el resto ya estaba demasiado cansada incluso para quejarme. En cambio, Rupert y Rose parecían tener energía ilimitada. No parecían ceder en darse patadas o maldecirse el uno al otro. Ojalá invirtieran su hiperactividad en algo útil.

Alrededor del duodécimo día de viaje nos encontramos con una señal hacia el pueblo que estábamos buscando, Hatulan. Ésto resultó una gran alegría para todos, aunque yo seguía pensando que habíamos andado mucho más de lo necesario. Con atajos o sin ellos, habíamos llegado y éso era bueno, sobre todo para Rebecca, ya que podría mejorarse de su mal estado de salud. Sean pretendía que nos quedásemos en Hatulan durante un par de días para descansar.

Cuando llegamos a la aldea, tuvimos un recibimiento alentador. No obstante, al comprar nuestras respectivas habitaciones en la posada, cada uno se fue más o menos por su lado. Rupert y Rose se fueron a cazar por los alrededores, o a explorar, o a Dios sabe qué. Sean se quedó comprando todo lo necesario para seguir el viaje, y yo permanecí junto a Rebecca, que estaba siendo atendida por una tal Stella, una hatulana especialista en artes curativas. Becky estaba sufriendo un golpe de calor y tenía fiebre alta, así que estaba acostada en su habitación en la posada, mientras Stella estaba a su lado preparando pócimas. La mujer era alta y delgada, con el pelo rubio recogido discretamente.

- ¿Cree que se recuperará para dentro de dos días? - pregunté nerviosamente. - Lo digo porque saldremos de aquí en dos días de camino al manantial.

- Posiblemente. - respondió Stella, con una voz firme. - Pero no sería bueno para ella salir otra vez tan rápido.

- Bueno, podremos dejarla aquí hasta que se mejore. - dije, tocándome el pelo. - Volveremos a por ella en poco tiempo. Sólo iremos al manantial, no está lejos.

Stella me miró, interesada.

- ¿Qué vais a hacer en el manantial? Si estoy autorizada a saberlo, claro.

Tardé en reaccionar. No iba a contarle a Stella toda la historia de viajes entre dimensiones y de portales, pero fue una de las pocas veces en las que me paré a pensar en ello y me di cuenta de que habíamos llegado bastante lejos. Incluso podríamos llegar al final con vida, y todo.

- Es una larga historia. Básicamente necesitamos la joya mística del manantial, porque... Nos la han encargado.

Stella me miró con una expresión irónica de sorpresa dibujada en su rostro.

- Han venido muchos aventureros buscando ésa piedra. - empezó a relatar tranquilamente, mientras removía uno de sus vasos llenos de la pócima. - De hecho, Hatulan debe gran parte de su fama a la joya. Pero nadie la ha conseguido, está guardada con cautela por una ninfa.

- ¿Una qué?

- Una ninfa. Una náyade, es decir, una ninfa acuática, para ser exactos. Las civilizaciones antiguas que vivieron aquí le rendían un gran culto, pero se ha ido perdiendo con los años, a pesar de que alguna gente aún peregrina al manantial. Ellos la llamaban Talise.

- ¿A la ninfa?

- Sí.

Entorné mis ojos alrededor de la habitación, que estaba en completo silencio exceptuando el seco tictac del reloj. Iba a ser más complicado de lo que creía conseguir la joya.

- Y es... ¿Peligrosa? - añadí.

- No, no lo es. - rió Stella. - Pero sólo cederá la joya a la persona que ella considere correcta. Así que no intentes forzarla.

Genial. "Correcta" no es uno de los adjetivos que me describen, supongo.

No tenía ni idea de lo que era una náyade, lo único que sabía era que si no era merecedora de la joya, no podríamos volver a casa, nunca. Y eso era un problema. Bastante gordo. Y más, teniendo en cuenta a las alturas a las que estábamos en ésta extraña peripecia.

*  *  *  *  *

Tal y como Stella predijo, Becky mejoró, pero aún no lo suficiente como para acompañarnos al manantial. Volveríamos a por ella cuando tuviésemos la joya. O cuando no la tuviésemos. Probablemente lo segundo.

Al segundo día, Sean, Rupert, Rose y yo nos reunimos en el centro de Hatulan, preparados para andar una mañana más hasta llegar a nuestro destino. Afortunadamente Sean se había estudiado mejor el camino a seguir ésta vez, de manera que disponíamos de un mapa para guiarnos. En cuanto empezamos el camino, lancé una pregunta al aire, balbuceando.

- ¿S-Sabéis lo de la ninfa, no?

- ¿Qué ninfa? - cuestionó Rupert, despreocupado.

- Ya sabéis, la náyade del manantial que guarda la joya que PUEDE que se niegue a darnos. - respondí, casi tomándolo a broma. Sean me miró con una cara con la que pude deducir que era la única informada de ello.

- Eh... ¿En serio?

- Sí. 

- Pues nos la cargamos. - soltó Rose echándome una mirada de las suyas.

- Las náyades son inmortales a no ser que el río o lago de donde proceden se seque. - interrumpió Sean -. A no ser que quieras esperar a que el manantial se quede sin agua, no creo que tengamos posibilidades.

- Rupert puede beberse el agua. - respondió la elfa de nuevo, ésta vez mirando a susodicho con soberbia.

- Cállate. - reaccionó éste.

Tardamos mucho menos de lo que esperaba en llegar al manantial. El agua derramándose entre las piedras podía oírse desde bastante lejos, y había un ambiente húmedo que, visto el clima ardiente, agradecí. Rupert no paraba de intentar apartar una horda de mosquitos que aparentemente sólo le atacaban a él por alguna razón desconocida, y Rose se mofaba mientras. Sean miraba el mapa para cerciorarse de que estábamos en el sitio correcto, y en medio de todo ésto, la vi.

Estaba sentada, y el agua le llegaba hasta el torso desnudo, aparentemente como todo su cuerpo. Tenía una piel pálida, verdosa, casi translúcida, y su cabello era muy, muy largo, y flotaba enredándose entre los nenúfares. Tardó poco en sentir nuestra presencia, y cuando se giró me fijé en los suaves rasgos de su rostro: su blanca piel que parecía de porcelana hacía que sus mejillas rojizas y sus labios color fresa se notasen mucho más de lo normal, y sus ojos, grandes y claros, me miraban con curiosidad. Estaba segura de que era Talise.

Al quedarnos mirando a semejante ser, ella pareció incomodarse y decidió acercarse a nosotros. Me di cuenta, entonces, de que en sus manos guardaba con recelo la famosa joya, azul, brillante e intensa. 
Se fue levantando, dirigiéndose hacia la orilla del manantial. A pesar de estar de pie, su cabello aún tocaba el agua, y tapaba su pecho casi enteramente, pero sus piernas estaban al descubierto. Eran igual de blancas, frágiles, color crema.

Llegó a colocarse delante mía, y me miró a los ojos durante minutos. Aquellos ojos azules me hipnotizaron, y sentía como exploraba en lo más profundo de mi ser. Su respiración era tranquila y pausada, mientras que la mía empezaba a entrecortarse.

Sentí que mis manos se humedecían. Me costó un rato despegarme de sus ojos, y cuando conseguí mirar abajo, observé como Talise había colocado la joya entre mis nerviosas manos.


¿Entonces me la daba?


¿Ya está?


- ¿...Me la das? - pregunté incrédula. Talise no habló, pero sonrió asintiendo.


Eché una mirada a mis compañeros, y ellos me sonrieron. Aunque Rupert estaba mucho más pendiente del cuerpo de la ninfa que del hecho de que me hubiera dado la piedra. Pero bueno, no era nada sorprendente en él.


- Gracias. E-En serio. - la voz tardó en salirme de la garganta. Cogí mi bolsa, ante su mirada expectante y curiosa, y coloqué cuidadosamente la joya en su interior. Me retiré lentamente hasta quedar al lado de los demás, y ella ladeó su cabeza confusa.


- Muchas gracias. - repetí, aunque creía que no me entendía. - Nos tenemos que ir ya, pero gracias. - insistí.


Me dirigí al camino por el que habíamos vuelto, seguido por Sean. Rose dio una patada a Rupert en la espinilla, que aún seguía embobado en la belleza característica de la ninfa. Fue él quien, poco rato después, me dijo que Talise nos estaba siguiendo. Al parecer, ella quería acompañarnos, pero no tenía ni idea de por qué. Ni si quiera aparentaba que supiese hablar.


Bueno, lo primero era buscarle algo de ropa.






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